Me santiguo,
ante tu honorable visión
del mundo,
tras noches de insomnio,
poderoso,
abierto en el lúgubre infierno
de la noche oscura
de las almas,
así, aplanadas,
en el orden de la razón de la tierra.
Tu nombre en la luminosidad
de las estrellas,
imponente,
en ese cielo de rocas fuertes
que devoran, a sandeces,
a cualquier inmortal del cosmos,
desde el antiguo Egipto
hasta el hombre del siglo veintiuno.
Aquí, en Occidente,
trastocado mundo,
inmundicia de la deshumanización,
hombre sin remedio.
Me retuerzo de dolor,
tristeza en mi corazón,
en esta noche oscura del alma,
en la que no duermo.
Imponente ante la impotencia salvaje
duro momento que abre mis carnes,
entre las telarañas,
de un desencanto diurno
y, de un esperpento canto nocturno,
atravesada por dos palos de estaño.
Vencido mi cuerpo,
me han dejando muerta,
en esta noche de febrero,
entre las sombras perpetradas,
de los oscuros dibujos.
Mantras, de este insomnio,
que me acompaña.
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